viernes, diciembre 14, 2007

CONSUMIDOR II

CONSUMIDOR II

Por: Luis H. Arthur S. www.luis.Arthur.net www.luisharthur.blogspot.com 13 Diciembre 2007

Ahora que hablo de cómo engañan a las personas con un precio publicado y otro marcado al cobro, recuerdo cosas añejas de mi pueblo quizás similares a otros.

En esos tiempos teníamos pulperías en los barrios y uno o dos colmados grandes pero lejanos. Todo se compraba a diario, pues a falta de dinero y refrigerador que eran escasos y costosos, se hacía la compra cada día.

Las pregoneras pasaban cantando su mercancía con la batea a la cabeza. La ensalada y las yerbas de condimento se compraban frescas a la puerta. Si no había dinero se cogían fiadas para el otro día o se intercambiaban por ropa y zapatos usados.

Eran tiempos de mucha necesidad colectiva.

A dos cuadras de mi casa había una pulpería y en ella entró a trabajar un joven quien eventualmente se fue para New York, y a finales de los 80, unos 20 años después, regresó luciendo rico, pues compraba tierras, casas y era muy espléndido.

Como nos conocíamos de viejo, él nos contaba anécdotas de cómo en la pulpería de antaño y luego en “los países” se engañaba al consumidor.
Era la época de los pesos de carátula doble con una bandeja metálica colgante donde se pesaba la mercancía y que aun se usa en los barrios. El había aprendido y dominaba la técnica de poner un papel de estraza (no existía aun el plástico) en el plato haciendo que una parte colgara hacia adentro del mostrador donde él estaba parado. Con una mano tomaba el cucharón lo llenaba de digamos arroz, y lo iba derramando en el peso cliente y él mirando hacia arriba a la aguja que marcara la cantidad deseada. Con la otra mano, y haciendo que la bandeja no permitiera al cliente verla, halaba hacia abajo el papel ya cargado parcialmente, con la fuerza suficiente a la cantidad de onzas que deseaba que el peso marcara demás. Preguntaba al cliente si estaba conforme, envolvía la mercancía y repetía la acción con los frijoles, el queso, el jamón o lo que fuera, y hasta se daba el lujo de sonreído darle una o dos onzas de más para que se fuera contento como buen marchante. Este pagaba o se lo apuntaban a su cuenta y se iba feliz, sin saberse cada día robado. No había caja registradora. La cuenta se sumaba mentalmente o con lápiz y papel, y ahí venía el segundo engaño. El cada vez se embolsaba su parte.

En New York era distinto…

luis@arthur.net