sábado, octubre 06, 2007

EL ASILO DE PUERTO PLATA

EL ASILO DE PUERTO PLATA

Por: Luis H. Arthur S. www.luis.arthur.net www.luiharthur.blogspot.com 5 Octubre 2007

Aun no cumplía los 4 años cuando me pusieron en la escuelita del Asilo San José de las Hermanas del Cardenal Sancha, que distaba una cuadra de mi casa en las afueras de mi pueblo, donde aun se encuentra. En él criaban jóvenes huérfanas, novicias y asistían a ancianos.

Nuestras maestras eran parte de esas jóvenes de unos 14 años que vivían internas y algunas novicias y monjas.

Mis primeras letras me la enseñó Hilda Grisolía Poloney, vecina del Asilo, a quien veo muy de vez en cuando.

En la escuela de esos tiempos se cantaba mucho, se hacían actos y veladas y nos enseñaban pequeños poemas, como “Los zapatitos me aprietan…”. Una vez Sor Gertrudis, una monjita muy joven y bonita, quizás novicia, se empeñó en que nos aprendiéramos aquella de “Mirar para arriba, mirar para abajo…”

Yo era un niño súper tímido y encogido, seguramente no nací sanforizado. Un día Sor Gertrudis se empeñó en que me parara y recitara, y yo mohíno no respondía a su orden, hasta que no se por qué, después de unos días de asedio, parece se me llenó el cachimbo, y me paré y dije con aquella vocecita chillona de infante: “Mirar para arriba, mirar para abajo, mirara a sor Gertrudis con los “fundillos” para abajo” La risa de los demás niños se congeló ante los ojos desorbitados de la maestra. ¡Qué!

Esa tarde va ella a la casa con Sor Juana, una monja ya mayor, siempre andaban en pareja, lo que hacían con relativa frecuencia pues estábamos de pasada.

Mamá las recibe, mi hermana y yo por curiosos de repente nos encontramos en medio, como si la visita fuera para nosotros. Yo me hago rosca en la falda de mamá, y aun parados todos, Sor Gertrudis, muerta de risa, le cuenta mi ocurrencia poética. No se por qué no me castigaron, mamá con cara de risas, me regaño por el irrespeto, mientras mi hermana, me hacia muecas y se burlaba de mi y yo le echaba miradas apuñalantes.

Luego de cumplir los 7 años, edad reglamentaria para entrar a la escuela pública, me inscribieron en el tercer curso. Acababan de empezar las clases. Ese día vomité por la tensión y el miedo.

Fefita Roland fue mi maestra y el director era Emilio McKinney, quien emigró a Santo Domingo y trabajó en El Caribe hasta su jubilación hace unos pocos años. Su gran regla disciplinaria más parecía su bastón.

luis@arthur.net